por Gabriel Palumbo
Hace 41 años que empezó la última dictadura militar en Argentina. Hace casi 34 años que terminó. Cada año: una marcha; cada 24 marzo se renueva el grito de Nunca Más. Desde el 2006 es feriado nacional. No se trabaja, no hay clases, todo se paraliza. Estas rutinas conmemorativas, ¿contribuyen a la salud de la democracia?
Nuestros vecinos de Chile y de Uruguay, con biografías nacionales similares y temporalmente coincidentes con la nuestra en las secuencias entre democracias e interrupciones militares, carecen de este tipo de prácticas evocadoras. Hace unos días, presencié cuando a un experimentado periodista uruguayo se le preguntó por el lugar que ocupaba la dictadura en el actual escenario político y en el debate público de su país; la respuesta fue que no ocupaba ningún lugar, que eso ya era historia y que no había necesidad de problematizarlo.
Mi primera reacción fue preguntar por qué allí no y acá sí, si es que se trata de casos asimilables. No lo hice porque me ganó la envidia. Es decir, la tristeza por el bien ajeno y el deseo de algo que no se posee.
¿Por qué razón en Argentina no tenemos esa posibilidad? ¿Por qué vivimos un permanente regocijo en la tragedia?¿Por qué se convierte en un tema de discusión política el cambiar de día el feriado del 24 de marzo? ¿Por qué razón no hay voces firmes para que ese día sea reemplazado por el 10 de diciembre y lo que recordemos sea el nacimiento de la democracia y no su muerte?
Si para contestar a estas preguntas nos tomáramos de la existencia en nuestro país de una vigorosa tradición de izquierdas que perdura en el tiempo, veremos rápidamente el mentís de la historia. A diferencia de Uruguay, que tiene la experiencia de izquierda más peculiar y exitosa de la región y que hizo presidente a un guerrillero que estuvo 18 meses en un hoyo, o de Chile, cuyo socialismo gobierna ahora mismo, Argentina tuvo que montar una ficción insostenible para justificar la retórica de izquierda de un populismo que transformó a dos abogados beneficiarios de los horrores económicos de la dictadura en dos soldados de la liberación nacional.
No son los hechos los que hacen que en Argentina sea tan difícil construir colectivamente un abandono virtuoso de la épica del sacrificio. Casi podría decirse que sucede lo contrario. La cómoda instalación de un discurso a repetición se ha convertido en un refugio que resulta muy tranquilizador para algunos y muy poco seductor para los demás.
El hábitat natural de este discurso fundamentalmente conservador en Argentina ha sido el de los derechos humanos. Marcado a fuego por la rancia retórica setentista, no está preparado para ser útil en el diseño de una sociedad mejor y una comunidad más amable. Muy por el contrario, se ha instalado en un lugar de partición y de separación que impide cualquier diálogo. Esto tiene consecuencias muy claras. No es difícil relacionar por un extremo a la tozuda instalación en el pasado de los derechos humanos y por el otro a la oclusión casi perfecta de los problemas del presente y el futuro.
Este discurso, que reclama su legitimidad en los perfiles de la dictadura, tiene, además, dos grandes problemas que entrelazan bases teóricas con consecuencias prácticas. Por un lado, impide un trabajo de reconstrucción histórica basado en la seriedad y el rigor investigativo. Es indiscutible que existen trabajos historiográficos potentes que trabajan el tema, pero también lo es que no han logrado pasar por esa malla de prejuicios y construcciones ficcionales que forman el sentido común histórico sobre el período. Esto genera que la dinámica argumentativa en el debate público esté basada no en el conocimiento y la interpretación rigurosa, sino en un sedimentado cuerpo de ideas fosilizado e impenetrable. Sucede entonces que aspectos susceptibles de estudio y aprendizaje, y que podrían explicarnos tanto los orígenes de la violencia política como las estrategias vitales que la sociedad edificó para convivir con ella son arrasados por el dialecto autorreferencial y sacralizado del militante.
Por otro lado, el argumento ideológico construye una fantasía memorística que le tiene demasiada confianza a la memoria colectiva. Prefiere no prestar atención a las tesis más radicalizadas que sostienen la imposibilidad de una memoria colectiva, ni a las más moderadas que sugieren que su construcción no siempre termina en un acierto. El recorrido se completa en las estaciones de la memoria y la identidad. Una vez más, opera bajo una simplificación pasmosa que reduce la memoria a un ejercicio cosificado y unidireccional.
Aquel cuyos recuerdos lo lleven a otras conclusiones u otras interpretaciones está equivocado o, peor aún, es un traidor. Al no admitir el carácter vivo e inacabado de la memoria individual, pretende también tener la patria potestad sobre la identidad de las personas. Así, los portadores de la legitimidad del pasado son los que están en condiciones de restituir la identidad, como si esta pudiera suspenderse en algún momento. Los casos de Ignacio Montoya Carlotto y de Hilario Bacca muestran el carácter autoritario de la administración de la memoria toda vez que se ejerce en contra de la decisión individual.
Las sociedades tramitan sus conflictos como pueden. Se toman de la cantidad de talento y de sensibilidad que hay disponible para salir adelante. Cada una usa la arcilla con la que cuenta para ir dando forma a la experiencia democrática. En cualquier caso, nunca es sencillo y siempre se advertirán marchas y contramarchas.
En estos tiempos de corrección política y de probada eficacia simbólica de los cultores de la resistencia trágica permanente, tal vez se pueda empezar a susurrar que las cosas pasan y terminan, que el olvido no es una mala opción y que la resistencia y el rencor no han servido de mucho. Posiblemente pasar la página no es señal de flaqueza sino de sabiduría colectiva.
La dictadura militar, que empezó un día como hoy hace más de 40 años, tenía entre sus objetivos cortarnos la libertad y repartirse el país entre unos pocos. La diferencia democrática, la verdadera victoria sobre la dictadura, no es la rememoración eterna sino el trabajo para la construcción de una sociedad abierta en la que cada generación viva mejor y más feliz que la anterior.
(*): Sociólogo y analista político. Télam.